El Quijote en you tube
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Capítulo I
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo don Quijote de la
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que
vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una
olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de
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su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con
sus pantuflos de lo mismo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino.
Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los
veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de
carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que
deste caso escriben; aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba
Quijana. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un
punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más
del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo
punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su
curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para
comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber
dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de
Silva; porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas,
y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes
hallaba escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón
enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Y también cuando leía: «... los
altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen
merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza».
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles, si
resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía,
porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el
rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel
acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo
de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo
hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto, graduado en
Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra, o Amadís de Gaula;
mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del
Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula,
porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan
llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de
claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó
el celebro de manera, que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía
en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas,
requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la
imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía,
que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había
sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada,
que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes.
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